Flores tardías-Chejov (1882)

El asunto tenía lugar en un oscuro, otoñal “después de almuerzo”, en casa de los príncipes Priklónskii.
La vieja princesa1 y la princesa Marúsia estaban paradas en la habitación del joven príncipe, se torcían los dedos y suplicaban. Suplicaban así, como sólo pueden suplicar las mujeres desdichadas, llorosas: por Dios Cristo, por el honor, por las cenizas del padre.

La princesa estaba parada inmóvil delante de él, y lloraba.
Dando rienda suelta a las lágrimas y las palabras, interrumpiendo en cada palabra a Marúsia, llenaba al príncipe de reproches, de palabras ásperas e incluso injuriosas, de caricias, de ruegos… Mil veces recordó al mercader Fúrov, que les protestó un endoso, al finado padre, cuyos huesos se revolvían ahora en la tumba, y demás. Recordó incluso al doctor Toporkóv.
El doctor Toporkóv era el tronco en el ojo de los príncipes Priklónskii. Su padre había sido siervo, ayuda de cámara del finado príncipe, Siénka. Nikífor, su tío por parte de madre, hasta ahora era ayuda de cámara del señor príncipe, Yegórushka. Y él mismo, el doctor Toporkóv, en su temprana infancia, había recibido cogotazos por los cuchillos, los tenedores, las botas y los samovares mal limpiados del príncipe. Y ahora él –¿bueno, acaso no era estúpido?- era un doctor joven, brillante, que vivía como un señor, en una casa diabólicamente grande, viajaba con una pareja de caballos, como en “pique2” a los Priklónskii, que andaban a pie y regateaban largo tiempo al alquilar un carruaje.
-A él todos lo respetan -decía la princesa, llorando y sin enjugarse las lágrimas, -todos lo quieren, es rico, bonito, aceptado en todas partes… ¡Tu antiguo sirviente pues, el sobrino de Nikífor! ¡Da vergüenza decirlo! ¿Y por qué? Y porque se porta bien, no parrandea, no se junta con gente mala… Trabaja de la mañana a la noche… ¿Y tú? ¡Dios mío, señor!
La princesa Marúsia, una muchacha de unos veinte años, bonita como una heroína de novela inglesa, con unos hermosos rizos linosos y unos grandes ojos inteligentes, del color del cielo austral, le suplicaba a su hermano Yegórushka con no menos energía.
Hablaba al mismo tiempo que su madre, y besaba a su hermano en sus bigotes erizados, que olían a vino agriado, le acariciaba los hombros, las mejillas, y se apretaba a él como una perrita asustada. Ella no decía nada, excepto palabras tiernas. La princesa no estaba en condición de decirle a su hermano, incluso, algo parecido a un sarcasmo. ¡Ella amaba tanto a su hermano! En su opinión, su hermano pervertido, el húsar retirado, el príncipe Yegórushka, ¡era la expresión de la verdad más elevada, y un modelo de virtud de la más elevada calidad! Estaba segura, segura hasta el fanatismo, de que este tontaina borracho tenía un corazón, que podrían envidiar todos los genios de los cuentos. Veía en él un fracasado, un hombre incomprendido, irreconocido. Su libertinaje de borracho lo disculpaba casi con éxtasis. ¡Cómo no! Yegórushka le había asegurado hacía tiempo, que tomaba por pena: con el vino y el vodka ahogaba un amor sin esperanza, que le corroía el alma, y en los brazos de las muchachas pervertidas intentaba sacarse, de su cabeza de húsar, su imagen hermosa. ¿Y cuál Marúsia, cuál mujer no considera el amor una razón mil veces respetable, que todo lo perdona? ¿Cuál?
-¡George! –decía Marúsia, apretándose a él y besando su rostro demacrado, de nariz rojiza. –Tu tomas por pena, eso es verdad… ¡Pero olvida tu pena, si es así! ¿Será posible, que todos los infelices tengan que tomar? ¡Tú aguanta, sé hombre, lucha! ¡Sé un héroe medieval! ¡Con la inteligencia que tú tienes, con esa alma tan honrada, amorosa, puedes soportar los golpes del destino! ¡Oh! ¡Ustedes, los fracasados, son todos unos pusilánimes!
Y Marúsia (¡perdónela, lector!) recordó al Rúdin3 turgueniano y empezó a contarle de él a Yegórushka.
El príncipe Yegórushka estaba acostado en la cama y, con sus ojos rojos de conejo, miraba al techo. En su cabeza tenía un poco de ruido, y en la región del estómago sentía una agradable saciedad. Él recién había almorzado, bebido una botella de tinto, y ahora, fumando un purito de tres kópeks, disfrutaba. Las ideas y las sensaciones del más diverso calibre, pululaban por su cerebro nublado y alma dolida. Le daba lástima su madre llorosa y su hermana, y al mismo tiempo quería mucho echarlas de la habitación: ellas le impedían dormitar, roncar… Se enojaba por que se atrevían a leerle sermones, y al mismo tiempo lo torturaban pequeños remordimientos de conciencia (probablemente, muy pequeña también). Él era estúpido, pero no tanto como para no reconocer, que la casa de los Priklónskii, realmente, se perdía en parte por su gracia…
La princesa y Marúsia le suplicaron mucho tiempo. En la sala prendieron las luces, y llegó cierta visita, y ellas aún le suplicaban. Finalmente, a Yegórushka le cansó estar tirado y no dormir. Se desperezó con estrépito, y dijo:
-¡Bueno, me voy a corregir!
-¿Palabra de honor, de noble?
-¡Que Dios me castigue!
La madre y la hermana lo agarraron con las manos, y lo obligaron a prometer y jurar por su honor otra vez. Yegórushka prometió otra vez, juró por su honor, y dijo que lo matara un rayo en ese mismo lugar, si no dejaba de llevar una vida desordenada. La princesa lo obligó a besar la imagen. Él besó la imagen y, además, se persignó tres veces. Había hecho el juramento más verdadero, en una palabra.
-¡Nosotras te creemos! –dijeron la princesa y Marúsia, y se lanzaron a abrazar a Yegórushka.
Ellas le creyeron. Bueno, ¿cómo no creer en una palabra de honor, un juramento desolado y un beso a la imagen, tomados juntos? Y además pues, donde hay amor, ahí hay una fe temeraria. Ellas revivieron, y ambas, radiantes y semejante a unos judíos que celebraran la renovación de Jerusalén, fueron a celebrar la renovación de Yegórushka. Tras acompañar a la visita, se sentaron en una esquina y se pusieron a cuchichear, de cómo se iba a corregir su Yegórushka, de cómo iba a llevar una vida nueva… Decidieron que Yegórushka llegaría lejos, que él pronto corregiría las circunstancias, y que no tendrían que soportar una pobreza extrema, ese abominable Rubicón, cuyo paso a través tenían que sufrir todos los disipados. Decidieron incluso, que Yegórushka se casaría seguro con una rica y bella. ¡Él era tan bonito, inteligente y tan ilustre, que apenas se hallaría una mujer que se atreviera a no quererlo! En conclusión, la princesa relató la biografía de sus ancestros, a los que Yegórushka empezaría a imitar pronto. El abuelo Priklónskii había sido enviado, y hablaba todas las lenguas europeas; el padre había sido comandante de uno de los regimientos más célebres, y el hijo iba a ser… iba a ser… ¿qué iba a ser?
-¡Ustedes pues verán, qué va a ser él! -decidió la princesa. -¡Ustedes pues verán!
Acostadas ambas en el lecho, hablaron largo tiempo aún del hermoso futuro. Cuando se durmieron, tuvieron los sueños más admirables. Durmiendo, sonrieron de dicha, ¡tan buenos eran los sueños! Con esos sueños el destino, con toda probabilidad, les pagaba por todos los terrores que sufrieron al otro día. El destino no siempre es avaricioso: a veces paga por adelantado.
A eso de las tres de la madrugada, precisamente, en el mismo momento en que la princesa soñaba con su bebé, en un brillante uniforme de general, y Marúsia aplaudía en el sueño a su hermano, que pronunciaba un brillante discurso, a la casa de los príncipes Priklónskii se acercó un birlocho de cochero. En el birlocho estaba sentado un camarero del Chateau de Fleur, que llevaba en sus brazos el cuerpo ilustre, del mortalmente borracho príncipe Priklónskii. Yegórushka estaba en el estado más inconsciente y colgaba de los brazos del “mozo”, como un ganso que recién hubieran degollado y llevaran a la cocina. El cochero saltó del pescante y llamó en la entrada. Salieron Nikífor y el cocinero, le pagaron al cochero y llevaron el cuerpo borracho por la escalera hacia arriba. El viejo Nikífor, sin asombrarse ni aterrarse, desvistió con mano habituada el cuerpo inmóvil, lo acostó profundo en el colchón de plumas y lo cubrió con la cobija. A la sirvienta no se le dijo ni una palabra. Ella hacía tiempo ya que estaba habituada a ver en su señor algo así, que se debía llevar, desvestir y cubrir, y por eso no se asombró ni aterró en lo más mínimo. El borracho Yegórushka era para ella la norma.
Al otro día, por la mañana, les tocó aterrarse.
A eso de las once, cuando la princesa y Marúsia tomaban café, entró al comedor Nikífor y le informó a sus excelencias, que al príncipe Yegórushka le pasaba algo no bueno.
-¡Se debe suponer, se muere! –dijo Nikífor. -¡Dígnense a echarle un vistazo!
Los rostros de la princesa y de Marúsia se pusieron blancos como un lienzo. De la boca de la princesa cayó un pedacito de bizcocho. Marúsia dejó caer la tacita y se agarró con ambas manos el pecho, en el que palpitó de repente un corazón sorprendido, alarmado.
-A las tres de la madrugada llegó bebido, por lo tanto -terminó de informar Nikífor con voz trémula. –Como de costumbre… Bueno, y ahora, sabe el Señor por qué, se revuelve y gime…
La princesa y Marúsia se agarraron la una a la otra, y corrieron al dormitorio de Yegórushka.
Yegórushka, pálido y verdoso, desgreñado, fuertemente adelgazado, estaba acostado bajo una pesada cobija de bayeta, respiraba con dificultad, temblaba y se revolvía. Su cabeza y manos no se quedaban tranquilas ni por un instante, se movían y estremecían. De su pecho salían gemidos. De sus bigotes colgaba un pedacito de algo rojo, por lo visto sangre. Si Marúsia se hubiera inclinado sobre su rostro, habría visto una herida en el labio superior, y la ausencia de dos dientes en el maxilar superior. Todo su cuerpo exhalaba calor y olor a alcohol.
La princesa y Marúsia cayeron de rodillas y empezaron a sollozar.
-¡Somos nosotras las culpables de su muerte! –dijo Marúsia, agarrándose la cabeza. –Ayer lo afligimos con nuestros reproches, y… ¡él no soportó eso! ¡Tiene un alma tierna! ¡Somos las culpables, maman4!
Y en la conciencia de su culpabilidad, ambas abrieron los ojos ampliamente y, con todo el cuerpo temblando, se apretaron la una a la otra. Así tiemblan y se aprietan el uno al otro los que ven cómo ahora, con un ruido y un crujido terrible, les caerá el techo encima y los aplastará con su peso.
El cocinero adivinó correr por el doctor. Vino el doctor, Iván Adólfovich, un hombre pequeño, todo compuesto de una calva muy grande, unos estúpidos ojos de cerdo y una pancita redonda. Se alegraron con él, como con el padre carnal. Él olfateó el aire en el dormitorio de Yegórushka, le tomó el pulso, suspiró de modo profundo y frunció el ceño.
-¡No se inquiete, su excelencia! –le dijo a la princesa con voz suplicante. –Yo no sé pero, en mi opinión, su excelencia, yo no hallo que su hijo corra, así decir, un gran peligro… ¡No es nada!
A Marúsia le dijo algo totalmente distinto:
-Yo no sé, princesa, pero en mi opinión… Cada uno tiene su opinión, princesa. En mi opinión, su excelencia… ¡pff!… está flojo, como dicen los alemanes… Pero todo depende… depende, así decir, de la crisis.
-¿Es peligroso? –preguntó quedo la princesa.
Iván Adólfovich frunció la frente y se dispuso a demostrar, que cada uno tenía su opinión… Le dieron un billete de tres rublos. Él agradeció, se confundió, tosió un poco y desapareció.
Volviendo en sí, la princesa y Marúsia decidieron mandar por una celebridad. Las celebridades eran caras pero… ¿qué hacer pues? La vida de una persona cercana valía más que el dinero. El cocinero corrió a casa de Toporkóv. En la casa, por supuesto, no lo encontró. Tuvo que dejar una esquela.
Toporkóv no pronto respondió a la invitación. Lo esperaron un día con el corazón helado, con alarma, lo esperaron toda una noche, una mañana… Quisieron incluso mandar por otro doctor, y decidieron llamar a Toporkóv ignorante cuando viniera, llamarlo directo en su cara, para que no se atreviera otra vez, a hacerse esperar por otros tan largo tiempo. Los habitantes de la casa de los príncipes Priklónskii, a pesar de su pena, estaban indignados hasta lo profundo del alma. Finalmente, a las dos del otro día, una calesa se acercó rodando a la entrada. Nikífor fue con un pasitrote impetuoso hacia la puerta y, a los pocos segundos, de modo respetuoso, quitaba de los hombros de su sobrino el paletó de paño. Toporkóv dio a conocer su llegada con una tos y, sin reverenciar a nadie, fue a la habitación del enfermo. Atravesó el salón, la sala y el comedor sin mirar a nadie, con importancia, a lo general, haciendo rechinar sus botas brillantes por toda la casa. Su figura enorme infundía respeto. Era garboso, importante, imponente y diabólicamente correcto, como tallado en marfil. Sus lentes dorados y su rostro serio, inmóvil hasta el extremo, completaban su presencia orgullosa. Por su procedencia era plebeyo, pero de plebeyo en él, excepto su musculatura fuertemente desarrollada, no había casi nada. Todo era señorial e incluso de gentleman. Su rostro era rosado, bonito e incluso, si creer a sus pacientas, muy bonito. Su cuello era blanco, como el de las mujeres. Sus cabellos suaves como la seda y bonitos, pero por desgracia estaban cortados. Si Toporkóv se dedicara a su apariencia, no se cortaría esos cabellos, y los dejaría ondular hasta el mismo cuello de su camisa. Su rostro era bonito, pero demasiado seco y serio como para parecer agradable. Éste, seco, serio e inmóvil, no expresaba nada, excepto una fatiga fuerte por el pesado trabajo del día entero.
Marúsia fue al encuentro de Toporkóv y, torciendo sus manos ante él, empezó a rogarle. Antes ella nunca le había rogado a nadie.
-¡Sálvelo, doctor! –dijo ella, alzando hacia él sus ojos grandes. -¡Le suplico! ¡En usted está toda nuestra esperanza!
Toporkóv sorteó a Marúsia y se dirigió hacia Yegórushka.
-¡Abran la ventilación! –comandó, entrando hacia el enfermo. -¿Por qué no está abierta la ventilación? ¿Con qué respirar pues?
La princesa, Marúsia y Nikífor se lanzaron hacia las ventanas y la estufa. En las ventanas, a las que ya se habían puesto los marcos dobles, no apareció una ventilación. La estufa no calentaba.
-No hay ventilación -dijo la princesa con timidez.
-Es extraño… Hum… ¡Cura pues en estas condiciones! ¡Yo no me voy a poner a curar!
Y alzando un poquito la voz, Toporkóv agregó:
-¡Llévenlo a la sala! Allá no es tan asfixiante. ¡Llamen a los mozos!
Nikífor se lanzó hacia la cama y se paró junto a la cabecera. La princesa sonrojada por que, con excepción de Nikífor, el cocinero y una sirvienta medio ciega, no tenía más sirvientes, se encargó de la cama. Marúsia se encargó de la cama también y tiró con todas sus fuerzas. El viejo decrépito y las dos mujeres débiles, con gemidos, alzaron la cama y, no creyendo en sus fuerzas, tropezando y temiendo soltarla, la llevaron. A la princesa se le rompió el vestido en el hombro y se le desprendió algo por el estómago, a Marúsia se le verdecieron los ojos y le dolieron las manos terriblemente, ¡tan pesado estaba Yegórushka! Y él, el doctor en medicina Toporkóv, caminaba con importancia tras la cama y fruncía el ceño enojado, por que le quitaban tiempo con tales tonterías. ¡E incluso no movió un dedo para ayudar a las damas! ¡Tal cerdo!..
La cama la pusieron junto al piano de cola. Toporkóv arrojó la cobija y, haciendo preguntas a la princesa, se dispuso a desvestir al revuelto Yegórushka. El camisón fue quitado en un segundo.
-¡Usted, más breve, por favor! ¡Eso, al asunto, no se refiere! –articuló Toporkóv, escuchando a la princesa. -¡Los demás pueden irse de aquí!
Tras percutir con el martillito por el pecho de Yegórushka, puso al enfermo bocabajo y percutió de nuevo; escuchó con un resoplido (los doctores siempre resoplan cuando escuchan), y constató una no complicada calentura por embriaguez.
-No molesta ponerse un camisón caliente -dijo con su voz regular, articulando cada palabra.
Dados aun unos cuantos consejos, escribió una receta y fue hacia la puerta con rapidez. Cuando escribía la receta preguntó, entre tanto, el apellido de Yegórushka.
-Príncipe Priklónskii -dijo la princesa.
-¿Priklónskii? –preguntó Toporkóv.
“¡Qué pronto pues, olvidaste el apellido de tus antiguos… hacendados!”, pensó la princesa.
La princesa no supo pensar en la palabra “señores”: ¡la figura del antiguo siervo era demasiado imponente!
En el vestíbulo se acercó a él y, con el corazón helado, le preguntó:
-¿Doctor, él no corre peligro?
-Yo pienso.
-¿En su opinión, se va a recuperar?
-Supongo –respondió el doctor fríamente y, tras saludar con la cabeza levemente, fue abajo por la escalera, hacia sus caballos, tan garboso e importante como era.
A la salida del doctor, la princesa y Marúsia, por primera vez después de la fatiga de un día entero, suspiraron con libertad. La celebridad de Toporkóv les brindaba esperanza.
-¡Qué atento, qué tierno! –dijo la princesa, bendiciendo en su alma a todos los doctores del mundo. ¡Las madres aman la medicina y creen en ella, cuando sus hijos están enfermos!
-¡Un señor importante! –observó Nikífor, que hacía tiempo ya no veía a nadie más en la casa señorial, que a los perdidos juerguistas, compañeros de Yegórushka. El anciano ni imaginaba, que ese señor importante no era otro, que aquel mismo Kólka embarrado, que él más de una vez, en tiempos de antaño, tuvo que sacar por los pies de abajo de la tina, y zurrar.
La princesa le ocultaba que el doctor era su sobrino.
Por la noche, tras la puesta del sol, a la Marúsia extenuada de dolor y cansancio, le dio de pronto un fuerte escalofrío, ese escalofrío la tumbó en la cama. Tras el escalofrío siguieron un fuerte bochorno y un dolor en el costado. Toda la noche deliró y gimió:
-¡Me muero, maman!
Y Toporkóv, al llegar a las diez de la mañana, tuvo que curar, en lugar de a uno, a dos: al príncipe Yegórushka y a Marúsia. A Marúsia le encontró pulmonía.
La casa de los príncipes Priklónskii empezó a oler a muerte. Esta, invisible pero terrible, refulgió en las cabeceras de las dos camas, amenazando a cada instante a la vieja-princesa con quitarle a los hijos. La princesa enloqueció de desolación.
-¡No sé! –le dijo Toporkóv. –No lo puedo saber, yo no soy un profeta. Estará claro dentro de unos cuantos días.
Dijo estas palabras con sequedad, frialdad, y acuchilló con éstas a la vieja desdichada. ¡Siquiera una palabra de esperanza! Para completar su desdicha, Toporkóv no le recetó casi nada al enfermo, y se dedicó sólo a percutir, escuchar y amonestar por que el aire no era puro, y la compresa no estaba puesta en su lugar ni a tiempo. Y la vieja consideraba todas esas cosas de nueva moda, unas tonterías que no conducían a nada. Día y noche vagaba sin cesar de una cama a la otra, olvidada de todo en el mundo, haciendo votos y rezando.
Consideraba la calentura y la pulmonía las enfermedades más mortales, y cuando apareció sangre en el esputo de Marúsia, se imaginó que la princesa tenía el “último grado de la pulmonía”, y se cayó desmayada.
Se pueden imaginar su júbilo cuando la princesa, al séptimo día de la enfermedad, sonrió y dijo:
-Estoy saludable.
Al séptimo día se despertó Yegórushka. Rezándole como a un semidiós, riendo de dicha y llorando, la princesa se acercó al llegado Toporkóv y le dijo:
-¡Yo le debo, doctor, la salvación de mis hijos! ¡Le agradezco!
-¿Qué?
-¡Yo le debo mucho! ¡Usted salvó a mis hijos!
-Ah… ¡Siete días! Yo esperaba cinco. Por lo demás, es lo mismo. Darle esta píldora por la mañana y por la noche. La compresa continuarla. Esa cobija pesada se puede cambiar por una más ligera. A su hijo darle bebida amarga. Mañana por la tarde paso.
Y la celebridad, tras saludar con la cabeza, caminó hacia la escalera con paso regular, de general.

II

Un día claro, diáfano, levemente helado, uno de esos días otoñales, en que te resignas gustoso al frío, la humedad, los chanclos pesados. El aire es diáfano hasta tal punto, que se ve el pico de una chova sentada en el campanario más alto, está todo impregnado del olor del otoño. Sale uno a la calle, y las mejillas se cubren de un rubor saludable, amplio, que recuerda la buena manzana de Crimea. Las hojas amarillentas caídas hace tiempo, que esperan con paciencia la primera nieve y son barridas por los pies, se doran al sol emitiendo rayos, como monedas. La naturaleza se adormece silenciosa, dócilmente. Ni viento ni sonido. Ésta, inmóvil y muda, como fatigada tras la primavera y el verano, se acurruca bajo los rayos del sol calientes, acariciantes, y al mirar ese sosiego que empieza, uno mismo quisiera sosegarse…
Así era el día en que Marúsia y Yegórushka estaban sentados junto a la ventana y, por última vez, esperaban a Toporkóv. Una luz caliente, acariciante golpeaba la ventana de los Priklónskii, jugaba en las alfombras, las sillas, el piano de cola. Todo estaba inundado de esa luz. Marúsia y Yegóruhska miraban por la ventana a la calle, y celebraban su recuperación. Los recuperados, en particular si son jóvenes, siempre son muy dichosos. Sienten y entienden la salud, algo que no siente ni entiende la persona saludable común. La salud es la libertad, ¿y quiénes, excepto los manumisos, disfrutan de la conciencia de la libertad? Marúsia y Yegórushka se sentían manumisos a cada instante. ¡Qué bien estaban! Querían respirar, mirar por la ventana, moverse, vivir en una palabra, y todos esos deseos se cumplían a cada segundo. Fúrov, el endoso protestado, los chismes, la conducta de Yegórushka, la pobreza, todo había sido olvidado. No habían sido olvidadas sólo las cosas agradables, no inquietantes: el buen tiempo, los bailes próximos, la buena maman y… el doctor. Marúsia se reía y hablaba sin cesar. El tema de conversación principal era el doctor, que esperaban a cada instante.
-¡Un hombre asombroso, un hombre omnipotente! –decía ella. -¡Cuán omnipotente es su arte! Juzga, George, qué hazaña tan elevada: ¡luchar contra la naturaleza y vencer!
Y hablaba haciendo -después de cada frase enfática, aunque dicha con franqueza- un gran signo inquisitivo con las manos y los ojos.
Yegórushka escuchaba el discurso exaltado de su hermana, parpadeaba y asentía con la cabeza. Él mismo respetaba el rostro severo de Toporkóv, y estaba seguro de que le debía su recuperación sólo a él. La maman estaba sentada al lado y, radiante, jubilosa, compartía el éxtasis de sus hijos.
Le gustaba en Toporkóv no sólo su saber curar, sino también la “positividad”, que había alcanzado a leer en el rostro del doctor.
A las personas viejas les gusta por algo esa “positividad”.
-Lástima sólo que él… es de tan baja procedencia -dijo la princesa, echando una mirada a su hija con timidez. –Y su oficio… no es limpio en particular. Eternamente hurgando en cosas diversas… ¡Fuite5!
La princesa se encendió y se sentó en otra butaca, lejos de su madre. A Yegórushka le chocó también.
No podía soportar la arrogancia y la importancia señorial.
¡La pobreza siquiera enseña a alguien! Le había tocado más de una vez, percibir sobre sí mismo la importancia de personas que eran más ricas que él.
-En los tiempos actuales, mutter6 -dijo encogiéndose de hombros con desprecio, -quien tiene una cabeza sobre los hombros y un bolsillo grande en los pantalones, ese es de buena procedencia; y quien tiene en lugar de una cabeza las posaderas del cuerpo humano, y en lugar de un bolsillo una pompa de jabón, ese… es un cero, ¡mire qué!
Diciendo eso, Yegórushka actuaba como un papagayo. Le había oído esas mismas palabras dos meses antes a un seminarista, con quien se peleó en un billar.
-Yo, con gusto, cambiaría mi principado por su cabeza y bolsillo -agregó Yegórushka.
Marúsia levantó unos ojos llenos de gratitud hacia su hermano.
-Yo le diría muchas cosas, maman, pero usted no va a entender -suspiró ella. –A usted no se le convence con nada… ¡Es una lástima!
La princesa, pescada como una rutinaria, se confundió y empezó a justificarse.
-Por lo demás, en Petersburgo yo conocí a un doctor-barón -dijo. –Sí, sí… Y en el extranjero también… Eso es verdad. La instrucción significa mucho. Bueno, sí…
A la una llegó Toporkóv. Entró asimismo, como la primera vez: entró con importancia, sin mirar a nadie.
-No consumir bebidas alcohólicas, y evitar en lo posible los excesos -se dirigió a Yegórushka, poniendo el sombrero. –Vigilar el hígado. A usted le ha crecido bastante. Su crecimiento se debe atribuir, por entero, a costa del consumo de bebidas. Tomar las aguas recetadas.
Y tras volverse hacia Marúsia, le dio a ella varios consejos definitivos.
Marúsia escuchó con atención, como si fuera un cuento infantil interesante, mirando directo a los ojos del hombre científico.
-¿Bueno? ¿Usted, supongo, entendió? –le preguntó Toporkóv.
-¡Oh sí! Merci7.
La visita continuó cuatro minutos exactamente.
Toporkóv tosió, tomó el sombrero y saludó con la cabeza. Marúsia y Yegórushka clavaron los ojos en su madre. Marúsia incluso se sonrojó.
La princesa, meciéndose como un pato y sonrojada, se acercó al doctor y, con embarazo, metió su mano en su puño blanco.
-¡Permítame agradecerle! –dijo ella.
Yegórushka y Marúsia bajaron los ojos. Toporkóv se llevó el puño a los lentes y divisó el rollito. Sin confundirse ni bajar los ojos, se mojó el dedo en la boca y contó, casi audiblemente, los billetes de crédito. Contó doce billetes de veinticinco rublos. ¡No en vano Nikífor había corrido ayer a algún lugar, con sus brazaletes y aretes! Por el rostro de Toporkóv corrió una nubecita luminosa, algo parecido a la aureola con la que pintan a los santos; su boca esbozó una sonrisa ligera. Por lo visto, había quedado muy satisfecho con la retribución. Contado el dinero y metido en el bolsillo, saludó con la cabeza otra vez y se volteó hacia la puerta.
La princesa, Marúsia y Yegórushka clavaron sus ojos en la espalda del doctor, y los tres todos sintieron enseguida que se les encogía el corazón. Sus ojos se colmaron de una buena sensación: ese hombre se iba y no vendría más, y ellos ya estaban habituados a su paso regular, su voz articulada y su rostro serio. En la cabeza de la madre surgió una pequeña idea. De pronto quiso halagar a ese hombre rígido.
“Es un huérfano, el pobre -pensó. –Está solo”.
-Doctor -dijo con una voz suave, anciana.
El doctor se volteó a mirar.
-¿Qué?
-¿No tomaría con nosotros un vaso de café? ¡Sea tan amable!
Toporkóv arrugó la frente y, con lentitud, jaló el reloj del bolsillo. Echado un vistazo al reloj y pensado un poco, dijo:
-Yo tomaré té.
-¡Siéntese por favor! ¡Mire aquí!
Toporkóv puso el sombrero y se sentó; se sentó derecho, como un maniquí al que le doblaran las rodillas y le enderezaran los hombros y el cuello. La princesa y Marúsia se inquietaron. A Marúsia se le pusieron los ojos grandes, preocupados, como si le hubieran dado una tarea insoluble. Nikífor, con un frac negro usado y unos guantes grises, empezó a correr por todas las habitaciones. En todos los confines de la casa resonó la vajilla del té y se vertieron las cucharitas de té con sonido. A Yegórushka lo llamaron por un minuto para algo desde la sala, lo llamaron bajito, con misterio.
Toporkóv, en espera del té, estuvo sentado unos diez minutos. Estaba sentado y miraba el pedal del piano de cola, sin mover ni un miembro y sin emitir ni un sonido. Finalmente, la puerta de la sala se abrió por completo. Apareció un Nikífor radiante, con una gran bandeja en sus manos. En la bandeja, en unos portavasos plateados, había dos vasos: uno para el doctor, otro para Yegórushka. Alrededor de los vasos, observando una estricta simetría, estaban las lecheras con cremas crudas y cocidas, el azúcar con las pincitas, las ruedas de limón con el tridente y los bizcochos.
Tras Nikífor iba, con una fisonomía embotada de importancia, Yegórushka.
La procesión la cerraban la princesa con la frente sudada, y Marúsia con los ojos grandes.
-¡Coma, por favor! –se dirigió la princesa a Toporkóv.
Yegórushka tomó el vaso, se apartó a un costado y sorbió con cuidado. Toporkóv tomó el vaso y sorbió también. La princesa y la princesa hija se sentaron a un costado, y se dedicaron al estudio de la fisonomía del doctor.
-¿Para usted, puede ser, no está dulce? –preguntó la princesa.
-No, está lo suficiente dulce.
Y como era de esperar, sobrevino ese silencio espantoso, repulsivo, durante el que por algo se siente una situación terriblemente embarazosa, y el deseo de confundirse. El doctor bebía y callaba. Evidentemente, ignoraba a los circundantes y no veía ante sí nada, excepto el té.
La princesa y Marúsia, que querían terriblemente hablar con un hombre inteligente, no sabían por dónde empezar, ambas temían mostrarse estúpidas. Yegórushka miró al doctor, y por sus ojos se veía que se disponía a preguntar algo, y no se decidía de ningún modo. Reinó un silencio sepulcral, violado a veces por sonidos deglutivos. Toporkóv tragaba de modo muy ruidoso. Evidentemente, no le daba vergüenza, y bebía como quería. Al tragar, emitía unos sonidos muy parecidos al sonido “glu”. El trago, parecía, caía desde la boca a una suerte de abismo, y ahí chapoteaba en algo grande, llano. El silencio era violado a veces por Nikífor; él, a cada rato, chasqueaba con los labios y rumiaba, como si probara el gusto del doctor visitante.
-¿Es verdad lo que dicen, que fumar es nocivo? –se dispuso a preguntar Yegórushka finalmente.
-La nicotina, el alcaloide del tabaco, actúa sobre el organismo como uno de los venenos fuertes. El veneno que se introduce en el organismo con cada cigarrillo, es ínfimo por su cantidad, pero en cambio su introducción es continua. La cantidad de veneno, así como su energía, se encuentra en relación inversa con la duración del consumo.
La princesa y Marúsia intercambiaron miradas: ¡qué inteligente es! Yegórushka parpadeó y estiró su fisonomía de pescado. Él, pobrecito, no había entendido al doctor.
-Nosotros, en el regimiento -empezó, deseando llevar la conversación científica a una ordinaria, -teníamos un oficial. Cierto Koshéchkin, un chico muy honrado. ¡Terriblemente parecido a usted! ¡Terriblemente! Como dos gotas de agua. ¡Hasta es imposible distinguir! ¿No es pariente suyo?
El doctor, en lugar de una respuesta, emitió un sonido deglutivo ruidoso, y las comisuras de sus labios se levantaron levemente, y se arrugaron en una sonrisa despectiva. Él, notablemente, despreciaba a Yegórushka.
-Dígame, doctor, ¿yo me recuperé definitivamente? –preguntó Marúsia. -¿Puedo contar con una recuperación completa?
-Supongo. Yo cuento con una recuperación completa, sobre el fundamento de…
Y el doctor, teniendo en alto la cabeza y mirando fijamente a Marúsia, empezó a disertar sobre las secuelas de la pulmonía. Hablaba con regularidad, articulando cada palabra, sin subir ni bajar la voz. Lo escuchaban más que gustosos, con placer pero, por lástima, este hombre seco no sabía ser popular, y no consideraba necesario pergeñarse por los cerebros ajenos. Recordó varias veces la palabra “absceso”, “la degeneración grumosa”, y en general habló muy bien y bonito, pero muy incomprensible. Leyó toda una conferencia salpicada de términos médicos, y no dijo ni una frase que entendieran los oyentes. No obstante, eso no le impidió a los oyentes estar sentados con las bocas abiertas, y mirar al científico casi con veneración. Marúsia no apartaba los ojos de su boca y pescaba cada palabra. Lo miraba y comparaba su rostro con esos rostros que le tocaba ver cada día.
¡Cuánto no se parecían a este rostro científico, fatigado, los rostros demacrados, embotados de sus cortejadores, los amigos de Yegórushka, que la cansaban con sus visitas diariamente! Los rostros de los juerguistas perdidos de los que ella, Marúsia, no había oído ni una vez una palabra buena, honrada, y que no le servían ni de suela a este rostro frío, impasible, pero inteligente, arrogante.
“¡Un rostro hermoso! –pensaba Marúsia, extasiada con el rostro, la voz y las palabras. -¡Qué inteligencia y cuántos conocimientos! ¿Para qué George es militar? Él tendría que ser científico también”.
Yegórushka miraba al doctor con ternura y pensaba:
“Si él habla de cosas inteligentes pues, significa que nos considera inteligentes. Eso está bien, que nos situamos así en la sociedad. Fue terriblemente estúpido de mi parte, no obstante, que mentí sobre Koshéchkin”.
Cuando el doctor terminó su conferencia, los oyentes suspiraron de modo profundo, como si hubieran realizado alguna hazaña gloriosa.
-¡Qué bueno es saberlo todo! –suspiró la princesa madre.
Marúsia se levantó y, como deseando agradecer al doctor por la conferencia, se sentó al piano de cola y golpeó las teclas. Quería mucho arrastrar al doctor a una conversación, arrastrarlo de forma más profunda, más sensible, y la música siempre conduce a la conversación. Y además, quería jactarse de sus capacidades ante un hombre inteligente, entendedor…
-Eso es de Chopin -rompió a hablar la princesa madre, sonriendo con languidez y teniendo las manos como una estudiante de instituto. -¡Una cosa hermosa! Ella es, doctor, mi cantante hermosa, me atrevo a jactarme. Mi pupila… Yo, en tiempos de antaño, fui poseedora de una voz de lujo. Y mire esta… ¿La conoce?
Y la princesa nombró el apellido de una conocida cantante rusa.
-Ella me debe… Sí… Yo le daba lecciones. ¡Era una muchacha graciosa! Era, en parte, pariente de mi finado príncipe… ¿A usted le gusta el canto? Por lo demás, ¿para qué yo pregunto esto? ¿A quién no le gusta el canto?
Marúsia empezó a tocar el mejor lugar del vals y se volteó con una sonrisa. Le hacía falta leer en el rostro del doctor: ¿qué impresión producía en él su tocada?
Pero no logró leer nada. El rostro del doctor estaba, como antes, impasible y seco. Terminó de tomar el té con rapidez.
-Yo estoy enamorada de este lugar -dijo Marúsia.
-Le agradezco -dijo el doctor. –No quiero más.
Dio un último sorbo, se levantó y tomó el sombrero sin expresar el mínimo deseo, de escuchar el vals hasta el final. La princesa se levantó. Marúsia se confundió y, ofendida, cerró el piano de cola.
-¿Usted ya se va? –rompió a hablar la princesa, frunciendo el ceño fuertemente. -¿No quiere acaso algo más? Espero, doctor… El camino usted ahora lo conoce. Por la nochecita, alguna vez… No nos olvide…
El doctor saludó dos veces con la cabeza, estrechó con embarazo la mano tendida de la princesa hija y, callado, fue hacia su pelliza.
-¡Un hielo! ¡Una madera! –rompió a hablar la princesa madre a la salida del doctor. -¡Es horrible! ¡No sabe reírse, semejante madera! ¡En vano tocaste para él, Mary! ¡Sólo para el té se quedó! ¡Bebió y se fue!
-¡Pero qué inteligente es, maman! ¡Muy inteligente! ¿Con quién pues va a hablar en nuestra casa? Yo soy una ignorante, George es reservado y siempre calla… ¿Acaso nosotros podemos sostener una conversación inteligente? ¡No!
-¡Ahí tienen al plebeyo! ¡Ahí tienen al sobrino de Nikífor! –dijo Yegórushka, bebiendo la crema de las lecheras. -¿Cómo es? Racional, indiferente, subjetivo… ¡Así se vende, el bribón! ¿Cómo es el plebeyo? ¡Y qué calesa pues! ¡Miren! ¡Chic!
Y los tres todos miraron por la ventana la calesa, en la que se sentaba la celebridad con su gran pelliza de oso. La princesa se sonrojó de envidia, y Yegórushka guiñó el ojo de modo significativo y silbó. Marúsia no veía la calesa. No tenía tiempo para verla: examinaba al doctor, que había producido en ella una fortísima impresión. ¿En quién no influía la novedad?
Y Toporkóv era para Marúsia demasiado novedoso…
Cayó la primera nieve, tras ésta la segunda, la tercera, y se extendió por largo tiempo el invierno con sus heladas crujientes, montones de nieve y carámbanos. No me gusta el invierno, y no le creo a los que dicen que les gusta. Frío en la calle, humo en las habitaciones, humedad en los chanclos. Ya severo como una suegra, ya lloroso como una vieja doncella, el invierno cansa muy rápido con sus mágicas noches de luna, sus tróikas, su cacería, sus conciertos y bailes, y se extiende demasiado tiempo, para envenenar más de una vida desamparada, tuberculosa.
La vida en la casa de los príncipes Priklónskii siguió su curso. Yegórushka y Marúsia se recuperaron por completo, e incluso la madre dejó de considerarlos enfermos. Las circunstancias, como antes, no pensaban corregirse. Los asuntos se ponían cada vez peor, el dinero era cada vez menos… La princesa empeñó y re-empeñó todas sus joyas, las familiares y las bien adquiridas. Nikífor, como antes, decía en la tiendita, adonde lo mandaban a comprar a crédito minucias diversas, que los señores le debían trescientos rublos y no pensaban pagarle. Lo mismo decía el cocinero al que, por compasión, el tendero le regaló sus botas viejas. Fúrov se puso aún más insistente. No convenía más con ninguna prórroga, y le decía insolencias a la princesa, cuando ésta le rogaba esperar para protestar el endoso. Por la ligereza de Fúrov empezaron a vocear los otros acreedores. Cada mañana, a la princesa le tocaba recibir a los notarios, los ujieres de juzgado y los acreedores. Se armó, al parecer, un concurso por asunto de insolvencia.
La almohada de la princesa, como antes, no se secaba por las lágrimas. Por el día la princesa se fortalecía, y por la noche le daba libertad absoluta a las lágrimas y lloraba toda la noche, hasta la mañana. No había que ir lejos para hallar la razón de ese llanto. Las razones estaban en las mismas narices: herían los ojos con su relieve y brillantez. La pobreza, el amor propio ofendido a cada instante, ofendido… ¿por quién?, por las personas ínfimas, por los diversos Fúrovs, los cocineros, las mercaderas. Las cosas amadas se iban a la casa de empeño, el separarse de éstas le hería a la princesa el mismo corazón. Yegórushka, como antes, llevaba una vida desordenada, Marúsia aún no se había colocado… ¿Acaso eran pocas las razones para llorar? El futuro era nebuloso, pero a través de la niebla la princesa entreveía espectros malignos. Había mala esperanza en ese futuro. De él no esperaban, sino le temían…
El dinero era cada vez menos, y Yegórushka parrandeaba cada vez más; parrandeaba con insistencia, con ensañamiento, como deseando recuperar el tiempo perdido durante la enfermedad. Se bebía todo lo que tenía y lo que no tenía, lo propio y lo ajeno. En su libertinaje era insolente y descarado como el diablo. Tomarle dinero prestado al primero que hallaba, no le costaba nada. Sentarse a jugar a las cartas sin tener ni un grosh8 en el bolsillo, era para él una costumbre, y tomar y jamar a cuenta ajena, pasearse conchic en un coche ajeno y no pagarle al cochero, no era considerado un pecado. Había cambiado muy poco: antes se enojaba cuando se reían de él, pero ahora sólo se confundía levemente cuando lo echaban o lo sacaban.
Sólo Marúsia había cambiado. Tenía una novedad, la novedad más terrible. Empezó a desencantarse de su hermano. A ella por algo, de pronto le empezó a parecer que él no parecía un hombre irreconocido, incomprendido, que era simplemente el hombre más ordinario, un hombre como todos, incluso peor… Ella dejó de creer en su amor sin esperanza. ¡Una novedad terrible! Sentada horas enteras junto a la ventana y mirando la calle sin objetivo, se imaginaba el rostro de su hermano y se esforzaba por leer en éste algo esbelto, que no admitiera desencanto, pero no lograba leer nada en ese rostro incoloro, excepto: ¡un hombre banal! ¡un hombre de basura! Junto a ese rostro pasaban fugazmente por su imaginación los rostros de sus compañeros, los visitantes, las viejecitas-piadosas, los novios, el rostro lloroso, embotado de dolor de la misma princesa, y la angustia oprimía el pobre corazón de Marúsia. ¡Qué trivial, incoloro y embotado, qué estúpido, aburrido y perezoso era estar junto a estas personas carnales, queridas, pero ínfimas!
La angustia oprimía su corazón y se apoderaba de su espíritu un solo deseo apasionado, herético… Había instantes cuando deseaba apasionadamente irse pero, ¿a dónde? Allá donde, se entiende, vivían hombres que no temblaban ante la pobreza, no se pervertían, trabajaban, no platicaban por días enteros con viejas estúpidas y borrachos imbéciles… Y en la imaginación de Marúsia colgaba como un clavo un rostro honrado, racional; en ese rostro ella leía una inteligencia, un montón de conocimientos y una fatiga. Ese rostro no se podía olvidar. Ella lo veía cada día en el ambiente más dichoso, precisamente en el momento, cuando su dueño trabajaba, o hacía ver que trabajaba.
El doctor Toporkóv pasaba volando cada día por delante de la casa de los Priklónskii, en su trineo lujoso con una manta de oso y un cochero gordo. Tenía muchos pacientes. Hacía visitas desde la mañana temprana hasta tarde en la noche, y alcanzaba a recorrer en un día todas las calles y callejones. Se sentaba en el trineo así mismo, como en la butaca: con importancia, manteniendo en alto la cabeza y los hombros, sin mirar a los costados. Tras el cuello velloso de su pelliza de oso, no se veía nada, excepto la frente blanca, lisa, y los lentes dorados, pero para Marúsia eso era suficiente. A ella le parecía que, desde los ojos de ese benefactor de la humanidad, salían por los lentes unos rayos fríos, orgullosos y despectivos.
“¡Ese hombre tiene derecho a despreciar!”, pensaba.
-¡Es sabio! ¡Y qué trineo lujoso, qué caballos hermosos! Y era un siervo! ¡Qué fuerte hay que ser, para nacer lacayo y hacerse como él, inaccesible!”
Sólo Marúsia recordaba al doctor, los restantes empezaron a olvidarlo, y pronto lo hubieran olvidado por completo, si él no se hubiera recordado a sí mismo. Se recordó a sí mismo, de un modo demasiado sensible.
En el segundo día de Navidad, al mediodía, cuando los Priklónskii estaban en la casa, en el vestíbulo la campanita tintineó con timidez. Nikífor abrió la puerta.
-¿El principito está en casa? –se oyó desde el vestíbulo una voz anciana y, sin esperar respuesta, una viejecita pequeña entró reptando al salón. –Saludos, princesita, su excelencia… ¡benefactora! ¿Cómo se digna a vivir?
-¿Qué se le ofrece? –preguntó la princesa, mirando a la anciana con curiosidad. Yegórushka se rió en el puño. Le pareció que la cabeza de la viejecita parecía un melón muy maduro, con el tallo arriba.
-¿No me reconoce, mátushka? ¿Acaso no me recuerda? ¿Se olvidaron de Prójorovna? ¡A su principito lo recibí!
Y la viejecita caminó hacia Yegórushka, y lo besó en el pecho y la mano con rapidez.
-No entiendo –farfulló Yegórushka enojado, limpiándose la mano en el saco. -Ese viejo diablo, Nikífor, deja pasar a cualquier basu…
-¿Qué se le ofrece? –repitió la princesa, y le pareció que la vieja olía fuertemente a aceite de oliva.
La vieja se sentó en la butaca y, después de unos larguísimos preámbulos, sonriendo con malicia y coqueteando (las casamenteras siempre coquetean), declaró que la princesa tenía la mercancía, y ella, la vieja, el mercader. Marúsia se encendió. Yegórushka resolló e, interesado, se acercó a la vieja.
-Es extraño- dijo la princesa. -¿Entonces, vino a casamentear? ¡Te felicito, Mary, por el novio! ¿Y quién es él? ¿Se puede saber?
La vieja se empezó a sofocar, se buscó en el seno y sacó de allí un pañuelo de percal rojo. Desatado los nudos del pañuelo, lo sacudió sobre la mesa y, junto con un dedal, cayó una tarjetita fotográfica.
Todos torcieron las narices: del pañuelo rojo con flores amarillas se esparció un olor a tabaco.
La princesa tomó la tarjetita y se la llevó a sus ojos con pereza.
-¡Un bello, mátushka! –se dispuso la casamentera a explicar la imagen. –Rico, noble… Un hombre maravilloso, sobrio…
La princesa se encendió y le dio la tarjetita a Marúsia. Ésta palideció.
-Es extraño -dijo la princesa. -Si al doctor se le ofrece pues, supongo, él mismo podría… ¡La mediación es lo menos que hace falta aquí!.. Un hombre instruido, y de pronto… ¿Él la envió? ¿Él mismo?
-Él mismo… Ustedes le gustaron mucho ya… Una buena familia.
Marúsia de pronto chilló y, apretando en sus manos la tarjetita, salió corriendo del salón.
-Es extraño -continuó la princesa. -Es asombroso… No sé ni qué decirle… Yo, de ningún modo, esperaba esto del doctor… ¿Para qué tuvo usted que molestarse? Él mismo podría haberse presentado… es hasta ofensivo… ¿Por quién nos toma? Nosotros no somos unos mercaderes cualquiera… Y además, los mercaderes empezaron ahora a vivir de otra forma.
-¡Qué tipo! –mugió Yegórushka con desprecio, echando miradas a la cabeza de la vieja.
¡Mucho daría el húsar retirado, por que le hubieran permitido, siquiera, “darle un cogotazo” a esa cabeza! Él no quería a las viejas, como el perro grande no quiere a los gatos, y llegaba a un puro éxtasis, cuando veía una cabeza parecida a un melón.
-¿Qué pues, mátushka? -dijo la casamentera, suspirando. -Aunque él no tiene una dignidad de príncipe, puedo decirle, mátushka-princesita… Benefactora nuestra pues. ¡Oh, los pecados, los pecados! ¿Y acaso él no es noble? Recibió toda clase de instrucción, es rico, y el Señor lo dotó de toda clase de lujo, zarina celestial… Y si usted desea que venga a verla, pues dígnese… Se presenta. ¿Por qué no venir? Venir se puede…
Y tomando a la princesa por el hombro, la vieja se la acercó y le susurró al oído:
-Sesenta mil pide… ¡Asunto sabido! La mujer es la mujer, y el dinero es el dinero. Usted misma se digna a saber… Yo, dice, no tomo a una mujer sin dinero, por que ella debe tener conmigo toda clase de comodidades… Que tenga su capital…
La princesa se puso púrpura y, haciendo fru-frú con su vestido pesado, se levantó de la butaca.
-Tómese el trabajo de trasmitir al doctor, que estamos asombrados en extremo -dijo. -Ofendidos… Así no se puede. Yo no puedo decirle nada más… ¿Por qué pues callas, George? ¡Que se vaya! ¡Toda paciencia tiene su límite!
A la salida de la casamentera, la princesa se agarró la cabeza, cayó en el diván y gimió:
-¡Mira a lo que hemos llegado! -vociferó. -¡Dios mío! ¡Cualquier curandero, basura, lacayo de ayer, nos hace una propuesta! ¡Noble!.. ¡Noble! ¡Ja, ja! ¡Díganme por favor, qué nobleza! ¡Mandó a una casamentera! ¡No tiene a su padre! ¡Él no hubiera dejado esto en vano! ¡Imbécil trivial! ¡Descarado!
Pero para la princesa no era tan insultante que a su hija la cortejara un plebeyo, como que le hubieran pedido los sesenta mil que ella no tenía. Le insultaba la más mínima insinuación a su pobreza. Vociferó hasta la tarde avanzada, y por la noche se despertó dos veces para llorar.
Pero a nadie le había producido tal impresión la visita de la casamentera, como a Marúsia. A la pobre muchacha le dio una fortísima calentura. Con todos sus miembros temblando, cayó en el lecho, escondió su cabeza ardiente bajo la almohada y empezó, en cuanto le alcanzaban las fuerzas, a resolver la cuestión:
“¡¿Será posible?!”
La cuestión era un rompecabezas. Marúsia no sabía, qué responder a ésta. Ésta expresaba su asombro, turbación y un júbilo secreto, que por algo a ella le daba vergüenza reconocer, y que quería ocultarse a sí misma.
“¡¿Será posible?! Él, Toporkóv… ¡No puede ser! ¡Algo no está bien! ¡La vieja mintió!”
Y al mismo tiempo los sueños, los sueños más dulces, preciados y mágicos, con los que el alma desfallece y la cabeza arde, pululaban por su cerebro, y un éxtasis inexplicable se apoderó de su ser pequeño. Él, Toporkóv, quería hacerla su mujer, ¡y pues él era tan garboso, bonito e inteligente! Él había dedicado su vida a la humanidad y… ¡viajaba en un trineo tan lujoso!
“¿Será posible?”
“¡A él se le puede querer! –decidió Marúsia hacia la noche. -¡Oh, yo estoy de acuerdo! Yo estoy libre de todos los prejuicios, e iré con ese siervo hasta el fin del mundo! Que mi madre diga, siquiera, una palabra, ¡y me iré de ella! ¡Yo estoy de acuerdo!”
Otras cuestiones, secundarias y terciarias, no tenía tiempo para resolver. ¡No estaba para éstas! ¿Qué tenía que hacer ahí la casamentera? ¿Por qué y cuándo se enamoró de ella? ¿Por qué él mismo no se presentaba, si la quería? ¿Qué asunto eran de ella esas y otras muchas cuestiones? Estaba pasmada, admirada… dichosa… eso era suficiente para ella.
-¡Yo estoy de acuerdo! -murmuraba ella, intentando dibujar en su imaginación su rostro, con unos lentes dorados por los que miraban unos ojos razonables, respetables, fatigados. -¡Que venga! Yo estoy de acuerdo.
Y cuando Marúsia, de esta forma, se revolvía en su lecho, y sentía con todo su ser cómo la quemaba su dicha, la casamentera iba por las casas de los mercaderes, y repartía a manos llenas las fotografías del doctor. Yendo de una casa rica a la otra, buscaba una mercancía que pudiera recomendar al “noble” mercader. Toporkóv no la mandaba en especial a la casa de los Priklónskii. La mandada “adonde quieras”. Hacia su matrimonio, del que sentía la necesidad, tenía una actitud indiferente: a él, resueltamente, le daba lo mismo adonde fuera la casamentera… Le hacían falta… sesenta mil. ¡Sesenta mil, no menos! La casa que se disponía a comprar, no se la cedían por menos de esa suma. Y pedir prestado esa suma no tenía donde, no convenían con el plazo de pago. Quedaba sólo una cosa: casarse por dinero, lo que hizo. ¡Marúsia no era culpable en absoluto, de su deseo de atarse con los lazos de Imeneo!
A la una de la madrugada, al dormitorio de Marúsia, Yegórushka entró en silencio. Marúsia ya estaba desvestida e intentaba dormir. La fatigaba su dicha inesperada: quería, siquiera con algo, serenar su corazón que, como le parecía, latía sin cesar por toda la casa. En cada arruga del rostro de Yegórushka había mil secretos. Tosió de modo misterioso, echó una mirada significativa a Marúsia y, como deseando informarle algo terriblemente importante y secreto, se sentó a sus pies y se inclinó levemente hacia su oído.
-¿Sabes, lo que te voy a decir, Másha? –empezó en voz baja. -Te lo voy a decir francamente… Mi visión, este… Porque yo, pues, para tu felicidad. ¿Tú duermes? Yo para tu felicidad pues… Cásate con… ¡con Toporkóv! No hagas melindres, y cásate, y… ¡shabbath9! Es un hombre en todos los sentidos… Y rico. Eso no importa, que es de baja procedencia. Escupe10.
Marúsia cerró los ojos más fuerte. Le daba vergüenza. Al mismo tiempo le era muy agradable, que a su hermano le simpatizaba Toporkóv.
-¡En cambio es rico! No vas a estar sin pan, por lo menos. Y mientras esperas a un príncipe o un conde, así te mueres de hambre, qué hay de bueno… ¡Nosotros pues no tenemos ni un kópek! ¡Fuite! ¡Nada! ¿Pero duermes, o qué? ¿Ah? ¿El silencio es signo de aprobación?
Marúsia sonrió. Yegórushka se echó a reír y, por primera vez en su vida, le besó la mano fuertemente.
-Y cásate… Es un hombre instruido. ¡Y que bueno será para nosotros! ¡La vieja dejará de chillar!
Y Yegórushka se sumió en los sueños. Tras soñar, movió la cabeza y dijo:
-Sólo mira qué no entiendo… ¿Para qué diablos él mandó a esa casamentera? ¿Por qué no vino él mismo? Ahí hay algo que no está… Él no es un hombre así, como para mandar a una casamentera.
-“Eso es verdad -pensó Marúsia, estremecida por algo. –Ahí hay algo que no está bien… Es estúpido mandar a una casamentera. Y en realidad, ¿qué significa eso?”
Yegórushka, que de costumbre no tenía la capacidad de entender, por esta vez entendió:
-Por lo demás, él mismo pues no tiene tiempo de andorrear. Todo el día está ocupado. Como un quemado, corre por donde los enfermos.
Marúsia se serenó, pero no por mucho tiempo. Yegórushka calló un poco y dijo:
-Y mira qué no entiendo aún: el mandó a esa bruja a decir, que la dote fuera de no menos de sesenta mil. ¿Tú oíste? “De otra forma, dice, no se puede.”
Marúsia de pronto abrió los ojos, todo el cuerpo se le estremeció, se incorporó y se sentó pronto, olvidando incluso cubrir sus hombros con la cobija. Sus ojos echaron chispas y sus mejillas ardieron.
-¿Eso dice la vieja? –dijo, tomando a Yegórushka de la mano. -¡Dile a ella, que eso es mentira! Los hombres como él… no pueden decir eso. Él… ¡¿dinero?! ¡Ja, ja! ¡Esa bajeza la pueden sospechar sólo esos, que no saben qué orgulloso, qué honrado y no ambicioso es él! ¡Sí! ¡Es un hombre excelente! ¡No lo quieren entender!
-Yo pienso así también –dijo Yegórushka. –La vieja mintió. Quiso hacerle el servicio, debe ser. ¡Está acostumbrada ahí, con los mercaderes!
La cabeza de Marúsia asintió de modo afirmativo y se metió debajo de la almohada. Yegórushka se levantó y se desperezó.
-Madre llora –dijo él. –Bueno, y nosotros no vamos a mirarla. ¿Así, entonces, este? ¿Estás de acuerdo? Y perfecto. No hay por qué hacer melindres. La doctora… ¡Ja, já! ¡La doctora!
Yegórushka palmoteó a Marúsia en la planta del pie y, muy satisfecho, salió de su dormitorio. Al acostarse a dormir, compuso en su cabeza la lista de los visitantes que invitaría a la boda.
“Hará falta comprar champagne donde Aboltújov -pensaba, durmiéndose. –Comprar entremeses donde Korchátov… Su caviar es fresco. Bueno, y ostras…”
Al otro día por la mañana, Marúsia, vestida con sencillez, pero de forma rebuscada y no sin coquetería, estaba sentada junto a la ventana y esperaba. A las once, Toporkóv pasó volando de largo, pero no entró. Después de almuerzo, pasó volando con sus caballos moros por delante de las mismas ventanas, pero no sólo no entró, sino que ni siquiera echó una mirada a la ventana, en la que estaba sentada Marúsia, con la cintita rosada en los cabellos.
“No tiene tiempo -pensaba Marúsia, contemplándolo. –Vendrá el domingo…”
Pero no fue el domingo tampoco. No fue al mes, ni a los dos, ni a los tres meses… Él, se entiende, no pensaba en los Priklónskii, y Marúsia esperaba y adelgazó con la espera… Unos gatos no ordinarios, de largas uñas amarillas, le arañaban el corazón.
“¿Por qué no viene? –se preguntaba ella. -¿Por qué? Y… sé… Está ofendido, porque… ¿Por qué está ofendido? Porque mamá trató con tan poca delicadeza a la vieja-casamentera. Él piensa ahora, que yo no lo puedo querer…”
-¡Ceeerdo! –farfullaba Yegórushka, que ya había pasado diez veces por donde Aboltújov, y le había preguntado si le podía encargar un champagne de la más alta clase.
Después de la Pascua, que fue a finales de marzo, Marúsia dejó de esperar.
Una vez, Yegórushka entró a su dormitorio y, riendo con malicia, le informó que su “novio” se había casado con una mercader…
-¡Tenemos el honor de felicitarlo! ¡Tenemos el honor! ¡Ja, ja, ja!
Esa noticia procedió de un modo demasiado cruel con mi pequeña heroína.
Perdió el ánimo, y no por un día, sino por meses encarnó en sí una angustia y desolación indecibles. Se arrancó la cintita rosada de sus cabellos y odió la vida. ¡Pero qué sensación tan aficionada e injusta! Marúsia encontró ahí la justificación de su proceder. No en vano había leído muchas novelas, en las que se casaban para hacer rabiar a las personas amadas, para hacer rabiar, para dar a entender, pinchar, herir.
“Él se casó con esa imbécil para hacer rabiar -pensó Marúsia. -¡Oh, qué bien hicimos, que tuvimos una actitud tan insultante hacia su casamenteo! ¡Los hombres como él no olvidan los insultos!”
De sus mejillas se esfumó el rubor saludable, sus labios olvidaron plegarse en una sonrisa, su cerebro renunció a soñar con el futuro, ¡se embruteció Marúsia! Le parecía que con Toporkóv, había muerto para ella el objetivo de su vida. ¡Para qué quería la vida ahora, si de su parte quedaban sólo los estúpidos, los gorrones y los juerguistas! Se volvió melancólica. Sin advertir nada, sin prestar atención a nada, sin escuchar nada, emprendió la vida aburrida, incolora para la que son tan capaces nuestras doncellas, viejas y jóvenes… No advertía a los muchos novios que tenía, entre los parientes y los conocidos. Miraba las malas circunstancias con indiferencia, con apatía. No advirtió incluso cómo el banco vendió la casa de los príncipes Priklónskii, con todo su garbo histórico, parental para ella, y cómo tuvo que mudarse a un nuevo apartamento modesto, barato, al gusto del mercader. Fue un sueño largo, pesado, no carente, a pesar de todo, de ensueños. Soñaba con Toporkóv en todas sus formas: en el trineo, con pelliza, sin pelliza, sentado, caminando con importancia. Toda su vida consistía en un sueño.

Pero tronó un trueno, y voló el sueño de los ojos azules de pestañas linosas… La princesa madre, no sabiendo soportar la ruina, se enfermó en el apartamento nuevo y murió, sin dejarle nada a sus hijos, excepto la bendición y algunos vestidos. Su muerte fue una desgracia terrible para la princesa. El sueño voló para ceder su lugar a la tristeza.

 

III

Sobrevino un otoño tan húmedo y fangoso como el del año pasado.
En el patio era la mañana gris, lacrimosa. Unas nubes gris oscuro, como untadas de fango, cubrían el cielo por completo y producían angustia con su inmovilidad. Parecía que el sol no existía; éste, durante toda una semana, no echó ni una mirada a la tierra, como si temiera embarrar sus rayos en el fango líquido…
Las gotas de lluvia tamboreaban en la ventana con una fuerza peculiar, el viento lloraba en las chimeneas y aullaba como un perro que ha perdido al amo… No se veía ni una fisonomía, en la que no pudiera leerse un aburrimiento desolado.
Es mejor el aburrimiento más desolado, que la tristeza impenetrable que brillaba esa mañana en el rostro de Marúsia. Andando por el fango líquido, mi heroína caminaba con lentitud hacia la casa del doctor Toporkóv. ¿Para qué iba a verlo?
“¡Yo voy a tratarme!”, pensaba ella.
¡Pero no le crea, lector! En su rostro, no en vano, se leía una lucha.
La princesa se acercó a la casa de Toporkóv y, con timidez, con el corazón helado, tironeó la campanilla. Al minuto se oyeron unos pasos tras la puerta. Marúsia sintió que se le helaban y doblaban las piernas. En la puerta chasqueó la cerradura, y Marúsia vio ante sí el rostro inquisitivo de la graciosa sirvienta.
-¿El doctor está en casa?
-Nosotros hoy no recibimos. ¡Mañana! –respondió la sirvienta y, temblando con la humedad que olfateó en ella, dio un paso atrás. La puerta se azotó ante las mismas narices de Marúsia, tembló y se cerró con ruido.
La princesa se confundió y caminó con lentitud y pereza hacia su casa. En la casa le esperaba un espectáculo gratuito, pero que hacía tiempo ya le cansaba. ¡Un espectáculo lejos no principesco!
En el salón pequeño, en el diván, cubierto por un nuevo percal gastado, estaba sentado el príncipe Yegórushka. Estaba sentado a la turca, con las piernas dobladas debajo de sí. Junto a él, en el suelo, estaba acostada su amiga, Kaléria Ivánovna. Ambos jugaban a la nariz y bebían. El príncipe bebía cerveza, su Dulcinea Madera. El que ganaba, en lugar del derecho a pegarle al contrario por la nariz, recibía dos grívienniks11. A Kaléria Ivánovna, como dama, se le hacía un pequeño descuento; en lugar de los dosgrívienniks, podía pagar con un beso. Este juego les producía a ambos un placer indecible. Se morían de risa, se pellizcaban, saltaban a cada minuto de sus puestos, y se perseguían el uno al otro. Yegórushka llegaba a un éxtasis de carnero cuando ganaba. Le fascinaba el melindre con que Kaléria Ivánovna le daba el beso perdido.
Kaléria Ivánovna, una trigueña larga y delgada, con unas cejas terriblemente negras y unos ojos saltones de cangrejo, iba a la casa de Yegórushka todos los días. Llegaba a donde los Priklónskii a las diez de la mañana, tomaba el té donde ellos, almorzaba, cenaba, y se iba a la una de la madrugada. Yegórushka le aseguraba a su hermana que Kaléria Ivánovna era una cantante, que era una dama muy honorable, y demás.
-¡Tú habla pues con ella! –convencía Yegórushka a su hermana. -¡Inteligente! ¡Un horror!
Nikífor, en mi opinión, tenía más razón al llamar a Kaléria Ivánovna ramera y Kaballéria Ivánovna. La odiaba con toda su alma, y se sacaba de quicio cuando le tocaba servirle. Olfateaba la verdad, y su instinto de sirviente viejo y fiel le decía, que esa mujer no tenía lugar junto a su señor… Kaléria era estúpida y banal, pero eso no le impedía irse cada día de casa de los Priklónskii con el estómago lleno, con la ganancia en el bolsillo y con la certeza de que no podían vivir sin ella. Era la esposa de un marcador de club, sólo eso, pero eso no le impedía ser la ama absoluta en la casa de los Priklónskii. A esta cerda le gustaba poner los pies sobre la mesa.
Marúsia vivía de la pensión que recibía después de su padre. La pensión del padre era mayor que la de un general ordinario, pero la parte de Marúsia era ínfima. Pero esa parte sería suficiente para una vida sin pobreza, si Yegórushka no tuviera tantos antojos.
Él, que no quería y no sabía trabajar, no quería creer que era pobre, y se sacaba de quicio, si lo obligaban a resignarse a las circunstancias, y a moderar en lo posible sus antojos.
-A Kaléria Ivánovna no le gusta la carne de carnero -le decía no pocas veces a Marúsia. –Hay que freírle pollo. ¡El diablo las conoce a ustedes! ¡Se disponen a administrar, y no saben! ¡Que no esté mañana esa tonta carne de carnero! ¡Vamos a matar de hambre a esa mujer!
Marúsia lo contrariaba levemente y, para no provocar un disgusto, compraba el pollo.
-¿Por qué hoy no hubo guisado? –gritaba Yegórushka a veces.
-Porque ayer comimos pollo –respondía Marúsia.
Pero Yegórushka conocía mal la aritmética administrativa, y no quería saber de nada. En el almuerzo, con insistencia, exigía cerveza para sí, y vino para Kaléria Ivánovna.
-¿Puede haber acaso, un almuerzo decente sin vino? –le preguntaba a Marúsia encogiéndose de hombros, y asombrándose de la estupidez humana. -¡Nikífor! ¡Que haya vino! ¡Tu asunto es velar por eso! ¡Y para ti, Másha, es una vergüenza! ¡No voy a encargarme pues yo mismo de la administración! ¡Cómo les gusta agotarme la paciencia!
¡Era un sibarita desenfrenado! Pronto Kaléria Ivánovna vino en su ayuda.
-¿Vino para el príncipe, hay? –preguntaba ella, cuando ponían la mesa para el almuerzo. -¿Y dónde está la cerveza? ¿Hay que ir por la cerveza? ¡Princesa, dele al mozo para la cerveza! ¿Usted tiene menudo?
La princesa decía que tenía menudo, y le daba el último. Yegórushka y Kaléria comían y bebían, y no veían como el reloj, los anillos y los aretes de Marúsia, cosa tras cosa, se iban a la casa de préstamo, como se vendían sus antiguos vestidos costosos.
No veían y no oían con qué gemidos y balbuceos el viejo Nikífor abría su baulito, cuando Marúsia le tomaba dinero prestado para el almuerzo de mañana. ¡Estas personas triviales y estúpidas, el príncipe y su pequeño burguesa, no tenían ningún asunto con todo esto!
Al otro día, a las diez de la mañana, Marúsia se encaminó a la casa de Toporkóv. Le abrió la puerta la misma sirvienta graciosa. Tras conducir a la princesa al vestíbulo y quitarle el paletó, la sirvienta suspiró y dijo:
-¿Usted sabe pues, señorita? El doctor no cobra menos de cinco rublos por consejo. Eso usted lo sabe.
“¿Para qué ella me dice eso? –pensó Marúsia. -¡Qué descaro! ¡Él, el pobre, no sabe que tiene una sirvienta tan descarada!”
Y al mismo tiempo, a Marúsia se le estremeció el corazón: tenía sólo tres rublos en el bolsillo, pero él no se pondría a echarla por algunos dos rublos.
Del vestíbulo Marúsia pasó al recibidor, donde ya estaban sentados muchos enfermos. La mayoría de los ansiosos de curación eran, se entiende, damas. Éstas ocupaban todos los muebles que se hallaban en la sala del recibidor, estaban sentadas en grupos y platicaban. Las pláticas eran las más animadas, sobre todo y sobre todos: sobre el tiempo, las enfermedades, el doctor, los hijos… Hablaban todas en voz alta y se reían a carcajadas, como en su casa. Algunas, en espera del turno, tejían y bordaban. Personas vestidas mal o con ligereza, no había en la recepción. En la habitación contigua recibía Toporkóv. Entraban a verlo por turno. Entraban con los rostros pálidos, serios, levemente trémulos, salían de él rojizas, sudadas, como después de una confesión, como si se hubieran quitado de encima algún peso superior a sus fuerzas, dichosas. A cada enfermo Toporkóv le dedicaba no más de diez minutos. Las enfermedades, debía ser, no eran importantes.
“¡Cuánto se parece todo esto a la charlatanería!” –hubiera pensado Marúsia, si no hubiera estado ocupada con su pensamiento.
Marúsia entró última al gabinete del doctor. Al entrar al gabinete, abarrotado de libros con rótulos en alemán y francés en las cubiertas, temblaba como tiembla una gallina a la que metieron en agua fría. Él estaba parado en medio de la habitación, apoyando la mano izquierda en el escritorio.
“¡Qué bonito es!”, le pasó por la cabeza a la pacienta ante todo.
Toporkóv nunca se afectaba, y apenas habrá sabido alguna vez afectarse, pero todas las poses que adoptaba, siempre le salían como que solemnes en particular. La pose en que lo encontró Marúsia, recordaba esas poses de los modelos solemnes, de los cuales los pintores pintaban a los grandes caudillos. Junto a sus manos, apoyadas en la mesa, había billetes de diez y cinco rublos tirados, recién recibidos de las pacientas. Yacían ahí, en orden estricto, instrumentos, maquinitas, tubitos, todo incomprensible en extremo, “científico” en extremo para Marúsia. Eso y el gabinete de ambiente lujoso, todo tomado en conjunto, completaban el cuadro solemne. Marúsia cerró la puerta tras de sí y se detuvo… Toporkóv le señaló una butaca con la mano. Mi heroína se acercó en silencio a la butaca y se sentó. Toporkóv tosió de modo solemne, se sentó en la otra butaca, vis-à-vis, y clavó sus ojos inquisitivos en el rostro de Marúsia.
“¡No me reconoció!, pensó Marúsia. –De otra forma no callaría… Dios mío, ¿por qué calla? Bueno, ¿cómo puedo empezar?»
-¿Bueno? –mugió Toporkóv.
-Tos -murmuró Marúsia y, como para confirmar sus palabras, tosió dos veces.
-¿Hace tiempo?
-Hace dos meses ya… Por las noches más.
-Hum… ¿Calentura?
-No, calentura, al parecer, no…
-¿Usted se trató, al parecer, conmigo? ¿Qué tenía usted antes?
-Pulmonía.
-Hum… Sí, recuerdo… ¿Usted, al parecer, es Priklónskaya?
-Sí… Yo tenía a mi hermano enfermo entonces.
-Va a tomar esta píldora… antes de dormir… evitar los refriados…
Toporkóv escribió la receta con rapidez, se levantó y adoptó la pose anterior. Marúsia se levantó también.
-¿Más nada?
-Más nada.
Toporkóv fijó sus ojos en ella. La miró a ella y a la puerta. No tenía tiempo, y esperaba que se fuera. Y ella estaba parada y lo miraba, lo contemplaba y esperaba que él le dijera algo. ¡Qué bonito estaba él! Pasó un instante en silencio. Finalmente, ella reaccionó, leyó en sus labios un bostezo y en sus ojos una espera, le dio un billete de tres rublos y se volvió hacia la puerta. El doctor tiró el dinero sobre la mesa y cerró la puerta tras ella.
Yendo del doctor a la casa, Marúsia estaba terriblemente furiosa.
“Bueno, ¿por qué no hablé con él? ¿Por qué? ¡Soy una cobarde, mira qué! Salió todo como que estúpido… Sólo lo molesté. ¿Para qué tuve ese dinero maldito en las manos, como para ostentar? El dinero es una cosa tan delicada… ¡Dios me guarde! ¡Se puede ofender al hombre! Hay que pagar así, que no se note. Bueno, ¿por qué callé?.. Él me hubiera contado, explicado… Se hubiera visto para qué vino la casamentera…”
Al llegar a la casa, Marúsia se acostó en la cama y escondió la cabeza bajo la almohada, lo que hacía siempre que estaba excitada. Pero no pudo serenarse. A su habitación entró Yegórushka, y empezó a caminar de una esquina a la otra, golpeando y haciendo crujir sus botas.
Su rostro era misterioso…
-¿Qué tienes? –preguntó Marúsia.
-A-a-ah… Y yo pensaba que tú dormías, no quería molestar. Yo quiero informarte algo… muy agradable. Kaléria Ivánovna quiere vivir en nuestra casa. Yo le rogué.
-¡Eso es imposible! ¡C’ést impossible12! ¿A quién le rogaste?
-¿Por qué es imposible? Ella es muy bonita… Te va a ayudar en la administración. La alojaremos en la habitación de la esquina.
-¡En la de la esquina murió maman! ¡Eso es imposible!
Marúsia se movió, se cerró, como si la hubieran pinchado. A sus mejillas afloraron unas manchas rojizas.
-¡Eso es imposible! ¡Me vas a matar, George, si me obligas a vivir con esa mujer! ¡Hijito, George, no hace falta! ¡No hace falta! ¡Gentil mío! ¡Bueno, te ruego!
-Bueno, ¿en qué no te gusta ella? ¡No entiendo! Una mujer, como una mujer… Inteligente, alegre…
-Yo no la quiero…
-Bueno, y yo la quiero. ¡Yo quiero a esa mujer, y quiero que ella esté conmigo!
Marúsia rompió a llorar… Su rostro pálido se llenó de desolación…
-Yo me voy a morir, si ella vive aquí…
Yegórushka silbó algo para sí con la nariz y, tras dar unos pasos, salió de la habitación de Marúsia. Al instante entró de nuevo.
-Préstame un rublo -dijo.
Marúsia le dio un rublo. Había que aliviar con algo la tristeza de Yegórushka, en el que, en su opinión, se producía ahora una lucha terrible: ¡el amor de Karélia luchaba contra el sentimiento del deber!
Por la noche, Kaléria entró a la habitación de la princesa.
-¿Por qué usted no me quiere? –preguntó Kaléria, abrazando a la princesa. -¡Pues yo soy infeliz!
Marúsia se liberó de sus brazos y dijo:
-¡Yo no tengo por qué quererla!
¡Caro pagó por esa frase! Kaléria, tras alojarse a la semana en la habitación donde había muerto la maman, encontró necesario, antes que todo, vengarse de esa frase. Escogió la venganza más cruel.
-¿Y por qué hace tanto melindre? –le preguntaba a la princesa en cada almuerzo. -Con una pobreza como la suya, no hay que hacer melindres, sino reverenciar a las buenas personas. Si yo hubiera sabido que usted tiene esos defectos, pues no hubiera venido a vivir con ustedes. ¡¿Y por qué me enamoré de su hermano?! –agregó con un suspiro.
Los reproches, las insinuaciones y las sonrisas terminaron con una carcajada ante la pobreza de Marúsia. A Yegórushka no le iba ni venía esa risa. Se consideraba un deudor de Kaléria y se resignaba. Y a Marúsia le envenenó la carcajada idiota de la esposa del marcador y mantenida de Yegórushka.
Marúsia se pasaba las noches enteras sentada en la cocina e, impotente, débil, indecisa, derramaba lágrimas en la ancha mano de Nikífor. Nikífor se quejaba con ella y revivía las heridas de Marúsia con los recuerdos del pasado.
-¡Dios los va a castigar! –la consolaba. –Y usted no llore.
En invierno, Marúsia fue a ver a Toporkóv otra vez.
Cuando entró a su gabinete, él estaba sentado en una butaca, bonito y solemne como antes… Por esta vez, su rostro estaba bastante fatigado… Los ojos le parpadeaban, como al hombre a quien no dejan dormir. Él, sin mirar a Marúsia, señaló con la barbilla la butaca vis-à-vis. Ella se sentó.
“Tiene la tristeza en el rostro -pensó Marúsia, mirándolo. -¡Debe ser, es muy infeliz con su mercader!”
Por un instante estuvieron sentados callados. ¡Oh, con qué placer se le hubiera quejado ella por su vida! Ella le hubiera confesado algo, que él no hubiera podido leer en ningún libro con rótulos en francés y alemán.
-Tos -murmuró ella.
El doctor le echó una mirada de pasada.
-Hum… ¿Calentura?
-Sí, por las tardes…
-¿Suda por la noche?
-Sí…
-Desvístase…
-¿O sea, cómo?..
Toporkóv, con un gesto impaciente, se señaló el pecho. Marúsia, sonrojada, se desabrochó los botones del pecho con lentitud.
-Desvístase. ¡Pronto, por favor!.. –dijo Toporkóv, y tomó con su mano un martillito.
Marúsia sacó un brazo de la manga. Toporkóv se acercó a ella con rapidez y, en un instante, con mano habituada, le bajó el vestido hasta la cintura.
-¡Desabróchese el camisón! –dijo y, sin esperar a que lo hiciera la propia Marúsia, le desabrochó el camisón en el cuello y, para gran terror de su pacienta, empezó a percutir con el martillito por su blanco pecho flaco…
-Baje las manos… No me moleste. Yo no me la voy a comer -farfulló Toporkóv, y ella se sonrojaba, y deseaba apasionadamente hundirse en la tierra.
Después de percutir, Toporkóv empezó a escuchar. El sonido en el ápice del pulmón izquierdo resultaba bastante enervado. Se oían claramente ronquidos crujientes y una respiración áspera.
-Vístase -dijo Toporkóv, y empezó a hacerle preguntas: si era bueno el departamento, si correcto el modo de vida, y demás.
-Le hace falta ir a Samára -dijo él, tras leerle toda una conferencia sobre el modo de vida correcto. –Va a tomar kumis13 allá. Yo terminé. Está libre…
Marúsia se abrochó los botones de algún modo, le entregó cinco rublos con embarazo y, tras pararse un rato, salió del gabinete científico.
“¡Me retuvo toda una media hora -pensaba, yendo a su casa, -y yo callaba! ¡Callaba! ¿Por qué no hablé con él?”
Ella iba a la casa y pensaba no en Samára, sino en el doctor Toporkóv. ¿Para qué quería ella Samára? ¡Allá, es verdad, no estaba Kaléria Ivánovna, pero en cambio no estaba tampoco Toporkóv!
¡Que vaya con Dios, esa Samára! Ella andaba, se enfurecía y al mismo tiempo celebraba: él la había reconocido como una enferma, ¡y ahora ella podía ir a verlo sin ceremonia, cuanto le placiera, siquiera cada semana! ¡En su gabinete estaba tan bien, era tan acogedor! En particular, era bueno el diván que estaba en lo profundo del gabinete. En ese diván ella quería estar sentada, y hablar un poco de cosas diversas, quejarse un poco, aconsejarle no cobrarle tan caro a los enfermos. A los ricos, se entiende, se podía y se debía cobrarles caro, pero a los pobres enfermos había que hacerles un descuento.
“Él no entiende la vida, no puede distinguir un rico de un pobre -pensaba Marúsia. -¡Yo le enseñaría!”
Y por esta vez la esperaba en casa un espectáculo gratuito. Yegórushka estaba tirado en el diván con una recaída histérica. Sollozaba, maldecía, temblaba como con calentura. Por su rostro borracho rodaban las lágrimas.
-¡Kaléria se fue! –voceaba. -¡Ya hace dos noches que no duerme en la casa! ¡Se enojó!
Pero Yegórushka sollozaba en vano. Por la noche llegó Kaléria, lo perdonó y se lo llevó al club.
El libertinaje de Yegóruhska alcanzó su apogeo… Le era poco la pensión de Marúsia, y empezó a “trabajar”. Le tomaba dinero prestado a la sirvienta, hacía trampas en las cartas, le robaba dinero y cosas a Marúsia. Una vez, yendo junto a Marúsia, le sacó del bolsillo dos rublos, que ella había ahorrado para comprarse unos borceguíes. Se quedó con un rublo, y con el otro le compró a Kaléria una pera. Los conocidos lo abandonaron. Los antiguos visitantes de la casa de los Priklónskii, los conocidos de Marúsia, ahora lo llamaban en su cara «el tramposo brillante”. Incluso las “señoritas” del Chateau du Fleur, lo miraban con desconfianza y se reían cuando él, tras tomarle dinero prestado a algún nuevo conocido, las invitaba a cenar.
Marúsia veía y entendía ese apogeo del libertinaje…
La no ceremonia de Kaléria iba en crecendo también.
-No hurgue en mis vestidos, por favor -le dijo una vez Marúsia.
-No le va a pasar nada a sus vestidos por eso –le respondió Kaléria. –Y si usted me considera una ladrona, pues… dígnese. Yo me voy.
Y Yegórushka, tras maldecir a su hermana, se pasó tirado toda una semana a los pies de Kaléria, rogándole no irse.
Pero esa vida no podía continuar por mucho tiempo. Todo relato tiene su fin, ese pequeño romance terminó también.
Llegó el carnaval, y con éste llegaron los días que preceden a la primavera. Los días se hicieron más largos, goteó de los tejados, los campos exhalaron una frescura, en la que, al respirarla, se presentía la primavera…
Una de las noches de carnaval, Nikífor estaba sentado en el lecho de Marúsia… Yegórushka y Kaléria no estaban en la casa.
-Yo ardo, Nikífor -decía Marúsia.
Y Nikífor se quejaba y revivía sus heridas con los recuerdos del pasado… Hablaba del príncipe, de la princesa, de su vida cotidiana… Describía los bosques donde cazaba el finado príncipe, los campos por los que galopaba tras las liebres, Sevastópol. En Sevastópol el finado fue herido. Mucho contó Nikífor. A Marúsia le gustó, en particular, la descripción de la hacienda, vendida cinco años antes por las deudas.
-Pasaba que salías a la terraza… La primavera empezaba. ¡Y Dios mío! ¡El ojo no lo quitaría del mundo de Dios! ¡El bosque aún estaba negro, y se respiraba con placer! Un riachuelo glorioso, profundo… Su mámienka en su juventud se dignaba a pescar con la caña… Pasaba que estaba parada en el agua por días enteros… Le gustaba estar al aire libre… ¡La naturaleza!
Se enronquecía Nikífor contando. Marúsia lo escuchaba y no soltaba nada. Leía en el rostro del viejo lacayo todo, lo que éste le decía de su padre, su madre, la hacienda. Escuchaba, miraba fijamente su rostro y quería vivir, ser dichosa, pescar en ese mismo río en que pescó su madre… El río, tras el río el campo, tras el campo se azuleaban los bosques, y sobre todo eso el sol brillaba y calentaba de un modo acariciante… ¡Era bueno vivir!
-Hijito, Nikífor -profirió Marúsia, tras estrechar su mano seca, -gentil… Préstame mañana cinco rublos… Por última vez… ¿Se puede?
-Se puede… Yo sólo tengo cinco. Tómelos, y ahí Dios dará…
-Te los voy a devolver, hijito. Préstamelos…
Al otro día, por la mañana, Marúsia se puso su mejor vestido, se amarró el cabello con una cintita rosada y fue a casa de Toporkóv. Antes de salir de la casa, se miró diez veces en el espejo. En el recibidor de Toporkóv la recibió su nueva sirvienta.
-¿Usted sabe? –le preguntó a Marúsia la nueva sirvienta, sacándole el paletó. –El doctor no cobra menos de cinco rublos por consejo…
Pacientas por esta vez, en el recibidor, había bastante en particular. Todos los muebles estaban ocupados. Un hombre estaba sentado, incluso, en el piano de cola. La recepción de los enfermos empezaba a las diez. A las doce, el doctor hizo un receso para una operación, y empezó la recepción a las dos de nuevo. El turno de Marúsia llegó sólo entonces, cuando fueron las cuatro.
Sin tomar té, fatigada por la espera, temblando de calentura e inquietud, no advirtió cómo se encontró en la butaca, frente al doctor. En su cabeza había una suerte de vacío, en su boca sequedad, en sus ojos había una niebla. A través de esa niebla ella veía sólo unos destellos… Pasaba fugazmente la cabeza de él, pasaban sus manos, el martillito…
-¿Fue usted a Samára? –le preguntó el doctor. -¿Por qué no fue?
Ella no respondía nada. Él le percutió por el pecho y escuchó. La enervación del lado izquierdo alcanzaba ya, casi, toda la región del pulmón. Se oía un sonido embotado en el ápice del pulmón derecho.
-A usted no le hace falta ir a Samára. No vaya -dijo Toporkóv.
Y Marúsia, a través de la niebla, leyó en su rostro seco, serio, algo parecido a la compasión.
-No voy a ir -murmuró ella.
-Dígale a sus padres, que no la dejen salir al aire libre. Evite la comida pesada, de cocción difícil…
Toporkóv empezó a aconsejar, se aficionó y leyó toda una conferencia.
Ella estaba sentada, no escuchaba nada y, a través de la niebla, miraba sus labios móviles. Le parecía que él hablaba demasiado tiempo. Finalmente, él se calló, se levantó y, esperando su partida, fijó sus lentes en ella.
Ella no se iba. Le gustaba estar sentada en esa buena butaca, y le daba miedo ir a la casa, a donde Kaléria.
-Yo terminé -dijo el doctor. –Usted está libre.
Ella volvió su rostro hacia él y le echó una mirada.
“¡No me eche!”, hubiera leído el doctor en sus ojos, si hubiera sido, siquiera, un mínimo fisonomista.
De sus ojos brotaron gruesas lágrimas, sus brazos bajaron sin fuerzas a los costados de la butaca.
-Yo lo amo a usted, doctor –murmuró ella.
Y un esplendor rojizo, como efecto de un fuerte incendio en su alma, se derramó por su rostro y cuello.
-¡Yo lo amo a usted! –murmuró ella otra vez, y su cabeza se meció dos veces, bajó sin fuerzas y tocó la mesa con la frente.
¿Y el doctor? El doctor… se sonrojó por primera vez en todo su tiempo de práctica. Sus ojos parpadearon, como los de un chiquillo que ponen de rodilla. ¡Ni una vez había oído de ninguna paciente tales palabras y en tal forma! ¡Ni de ninguna mujer! ¿No había oído mal acaso?
El corazón se le revolvió y le palpitó con inquietud… Empezó a toser confundido.
-¡Mikolásha! –se oyó una voz de la habitación contigua, y en la puerta entreabierta aparecieron las dos mejillas rosadas de su mercader.
El doctor aprovechó esa llamada y salió del gabinete con rapidez. Le hubiera gustado pretextar algo, sólo con tal de salir de la situación embarazosa.
Cuando entró a su gabinete a los diez minutos, Marúsia estaba acostada en el diván. Estaba acostada bocarriba, con el rostro hacia arriba. Un brazo bajaba hasta el suelo junto con la mata de cabellos. Marúsia estaba sin sentido. Toporkóv, rojizo, con el corazón palpitante, se acercó en silencio a ella y le desabrochó los cordoncitos. Arrancó un broche y, sin advertirlo él mismo, rompió su vestido. Desde todos los volantes, rendijas y recovecos del vestido se vertieron sobre el diván sus recetas, sus tarjetitas de visita y fotográficas…
El doctor salpicó su rostro con agua… Ella abrió los ojos, se incorporó sobre un codo y, mirando al doctor, se quedó pensativa. Le ocupaba la pregunta: ¿dónde estoy?
-¡Yo lo amo a usted! –gimió, al reconocer al doctor.
Y sus ojos, llenos de amor y súplica, se detuvieron en su rostro. Ella miraba como una fierecita herida.
-¿Y qué puedo hacer yo? –preguntó él, sin saber qué hacer… Preguntó con una voz que Marúsia no reconoció, no regular, no articulada, sino suave, casi tierna…
Su codo se corrió, y su cabeza bajó al diván, pero sus ojos aún continuaban mirándolo…
Él estaba parado ante ella, leía en sus ojos la súplica y se sentía en la situación más terrible. En el pecho le palpitaba el corazón, y en la cabeza le sucedía algo inusitado, desconocido… Miles de recuerdos no invitados pulularon por su cabeza ardiente. ¿De dónde venían esos recuerdos? ¿Es posible que los hubieran llamado esos ojos, con su amor y súplica?
Recordó su infancia temprana con la limpieza de los samovares señoriales. Tras los samovares y los cogotazos pasaron fugazmente por su memoria los benefactores, las benefactoras de sacos pesados, la escuela conciliar, a donde lo mandaron por la “voz”. La escuela conciliar con sus azotes y su papilla con arena cedieron lugar al seminario. En el seminario el latín, el hambre, los sueños, la lectura, el amor con la hija del padre-ecónomo. Recordó cómo él, contra los deseos de sus benefactores, se escapó del seminario a la universidad. Se escapó sin un grosh en el bolsillo, con unas botas gastadas. ¡Cuánto encanto hubo en esa escapada! En la universidad el hambre y el frío en aras del trabajo… ¡Un camino difícil!
Finalmente, triunfó, se abrió con su frente el túnel de la vida, pasó por ese túnel y… ¿qué pues? Él conocía perfectamente su ocupación, leía mucho, trabajaba mucho y estaba dispuesto a trabajar día y noche…
Toporkóv miró de soslayo los billetes de diez y cinco rublos, que estaban tirados sobre su mesa, recordó a las señoras a quienes recién había cobrado ese dinero, y se sonrojó… ¿Era posible que hubiera recorrido ese camino de trabajo sólo para los billetes de cinco rublos y las señoras? Sí, sólo para ellos…
Y bajo la presión de los recuerdos, se consumió su figura solemne, se esfumó su presencia orgullosa y se arrugó su rostro terso.
-¿Y qué puedo hacer yo? –murmuró otra vez, mirando a Marúsia a los ojos.
Le dieron vergüenza esos ojos.
¿Y qué si ella preguntaba: qué hiciste tú, y que adquiriste en todo tu tiempo de práctica?
¡Billetes de cinco y diez rublos, y nada más! La ciencia, la vida, el sosiego, todo dado a éstos. Y éstos le dieron un apartamento principesco, una mesa refinada, unos caballos, todo eso que, en una palabra, se llamaba confort.
Recordó Toporkóv sus “ideales” seminaristas y sueños universitarios, y las butacas y el diván tapizados de costoso terciopelo, el suelo cubierto por una alfombra continua, las lámparas de pared y el reloj de trescientos rublos le parecieron un fango terrible, intransitable.
Se inclinó hacia adelante y levantó a Marúsia del fango en la que estaba acostada, la levantó en alto, con las manos y las piernas…
-¡No estés acostada aquí! –dijo él, y se apartó del diván.
Y como en gratitud a eso, toda una cascada de hermosos cabellos linosos se derramó sobre su pecho… Junto a sus lentes dorados brillaron unos ojos ajenos. ¡Y qué clase de ojos! ¡Así se quería tocarlos con el dedo!
-¡Dame té! -murmuró ella.
Al otro día Toporkóv estaba sentado con ella en un coupe14 de primera clase. La llevaba a la Francia sureña. ¡Un hombre extraño! Él sabía que no había esperanzas de recuperación, lo sabía perfectamente, como sus cincos dedos, pero la llevaba… Por todo el camino percutió, escuchó, interrogó. No quería creer en sus conocimientos, e intentaba con todas sus fuerzas percutir y escuchar en su pecho, siquiera, una pequeña esperanza.
El dinero, que aún ayer acumulaba con tanto empeño, se disipaba ahora en dosis inmensas por el camino.
Él lo daría todo ahora con tal de que, en un pulmón de esa muchacha, no se oyeran los malditos estertores. ¡Él y ella querían tanto vivir! Para ellos había salido el sol, y esperaban el día… Pero el sol no los salvó de la tiniebla, y… las flores no florecen en el otoño tardío.
La princesa Marúsia murió, sin haber vivido en la Francia sureña ni tres días.
Toporkóv, tras llegar de Francia, se asentó como antes. Como antes cura a las señoras y acumula los billetes de cinco rublos. Por lo demás, se puede advertir un cambio en él. Él, al hablar con una mujer, mira a un costado, al espacio… Por algo siente terror, cuando mira un rostro femenino…
Yegórushka está vivo y saludable. Abandonó a Kaléria y vive ahora en casa de Toporkóv. El doctor se lo llevó a su casa y da el alma por él. La barbilla de Yegórushka le recuerda la barbilla de Marúsia, y por eso le permite a Yegórushka derrochar sus billetes de cinco rublos.
Yegórushka está muy satisfecho.

1En Rusia, título de nobleza no reservado a personas de estirpe real, hereditario; desde el siglo XVIII otorgado por el zar por méritos especiales.
2
Pique, empeño en hacer algo por amor propio o rivalidad.
3Rúdin, novela de Iván Turguéniev sobre un joven romántico con buenas intenciones, que muere en las barricadas de París. 
4Maman, mamá.
5Fuite, huida, fuga, fuite des capitaux, fuga de capitales.
6Mutter, madre.
7Merci, gracias.
8Grosh, antigua moneda rusa, igual a ½ kopek.
9Shabbath, sábado, descanso; (expresión popular), para, basta, deja, terminado.
10Escupir (vulgarismo), despreciar, me importa una higa.
11Gríviennik (expresión familiar), antigua moneda rusa de 10 kópeks.
12C’ést impossible, es imposible.
13Kumis, bebida nutritiva a base de leche de yegua fermentada.
14Coupe, compartimiento, cada parte en que se divide un edificio, barco, vagón de tren.

Título original: Tsveti zapozdalie, publicado por primera vez en la revista Mirskoi tolk, Nº 37-41, 1882, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Giovanni Boldini, Catherine, XIX.

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